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ANTÓN P. CHEJOV

—¿Vas a llorar? ¿Eres culpable y aun lloras? Colócate en un rincón, ¡bruto!

—¡Déjale, al menos, que acabe de comer!—interrumpe la esposa.

—¡Que se quede sin comida! Gaznápiros de esta especie no tienen derecho a comer.

Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento y se sitúa en el ángulo de la pieza.

—Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu educación, soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás travesuras, llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre trabaja: tú no has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de balde. Hay que ser un hombre.

—¡Acaba, por Dios!—implora su mujer, hablando en francés—. No nos avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a referirlo a toda la vecindad.

—Poco me importa que lo digan los extraños—replica Gilin en ruso—. Amfisa Ivanova, comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a ti que ese ganapán me dé muchos motivos de contentamiento? Oye, pillete, ¿sabes tú cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que me lo dan de balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres que te dé de palos? ¡Granuja...!

Fedia lanza un chillido y solloza.

—Esto es ya imposible—exclama la madre, levantándose de la mesa y arrojando la servilleta—. No podemos comer tranquilamente. Los manjares se me atragantan.