—Usted me arrebata un tesoro. Ha de quererla usted mucho y cuidarla.
Schúpkin, entre atónito y asustado, abrió la boca. El ataque de frente de los padres parecíale tan inesperado y tan atrevido, que no podía articular ni una frase. «Estoy perdido—pensaba inmóvil de temor—; ya no puedo salvarme.» Lleno de abatimiento, bajaba la cabeza, como si dijera: «Tómeme usted, me doy por vencido.»
—Os bendigo—proseguía el padre, llorando siempre—. Natachiska, hija mía, colócate a su lado. Petrovna, pásame la imagen.
En este momento él cesó de llorar y sus facciones torciéronse de rabia.
—¡Zoquete!—dijo a su mujer con indignación—. ¡Tonta que eres! ¿Ésta es para ti, una imagen...?
—¡Santo cielo!
¿Qué es lo que ocurría? El maestro de Caligrafía levantó los ojos y vió que estaba salvado. La mamá, en su apresuramiento, había descolgado, en lugar de la imagen, el retrato del publicista Lajesnikof. Peplot y su esposa Cleopatra Petrovna.
Quedáronse parados, sin saber qué partido tomar. Schúpkin aprovechó esta confusión para escaparse.