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ANTÓN P. CHEJOV

—Huele... como de costumbre—respondió sin dejar de rascarse—. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.

Dicho esto fuese sin añadir una palabra. Al quedarme solo, me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenia que pasar la noche, era ancho, como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente. Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Quiteme la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; dí brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbro al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.

Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer—los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas—me contemplaba y se reía. Quedéme inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto, y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

—¡Qué diablos!—pensé—. Habrá sido testigo de mis saltos... ¡Qué tonto soy...!

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acu-