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LA VÍSPERA DEL JUICIO

dieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha...; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

—¡Abominable!—exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer—; estos malditos bichos me van a comer viva.

Acordéme de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita, y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

—¡Esto es terrible!

—Señora—le dije, empleando la voz más suave que pude haber—, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea...

—Hágame el favor.

—En seguida—repliqué con alegría—. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

—No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

—Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; yo no soy un cafre.

—¡Quién sabe! A los transeuntes nadie los conoce...

—Ea... ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la