ría?—añade Zaikin con repugnancia—. ¡Llévatelos! ¡Es vergonzoso martirizar así a los animales! ¡Dios mío, qué mal criado está!—piensa cuando Petia desaparece.
Povel Matreievitch olvida su cansancio y hambre y no piensa sino en el porvenir de su hijo. Entre tanto la luz del día va extinguiéndose poco a poco...; óyese cómo los veraneantes tornan de los baños, por grupos. Alguien se para delante de la ventana abierta del comedor y grita: «¿Desea usted setas?». Al cabo de un rato, no habiendo recibido contestación, adviértese el rumor de pies descalzos que se alejan... Por fin, cuando la obscuridad es casi completa y por la ventana entra el fresco de la noche, la puerta se abre ruidosamente y se oyen pasos apresurados, voces y risas...
—¡Mamá!—exclama Petia.
Zaikin mira desde su gabinete y ve a su mujer. Nodejda Steparovna está como siempre, sonrosada, rebosando salud... Acompáñala Olga Cirilovna—una rubia seca, con la cara cubierta de pecas—y dos caballeros desconocidos: uno joven, largo, con cabellos rojos rizados y la nuez muy saliente; el otro, bajito, rechoncho, con la cara afeitada.
—Natalia, ¡encienda el samovar!—grita Nodejda Steparovna—. Parece que Povel Matreievitch ha llegado. Pablo, ¿dónde estás? ¡Buenos días, Pablo!—grita de nuevo. Entra corriendo en el gabinete—. ¿Has venido? ¡Me alegro mucho! Tengo conmigo dos de nuestros artistas aficionados... Ven, te voy a presentar. Aquél, el más alto, es Koromislof; tiene una voz magnífica; y el otro, el bajito, es un tal Smerkolof, un verdadero artista: declama que es una maravilla. ¡Ah, qué