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EL JUGUETE RABIOSO

En aquel instante entró Enrique.

—Ché Hipólito, dice mamá si querés darme medio kilo de azúcar hasta más tarde.

—No puedo ché; el viejo me dijo que hasta que no arreglen la libreta...

Enrique frunció ligeramente el ceño.

—Me extraña Hipólito...

Hipólito agregó, conciliador:

—Si por mí fuera, ya sabés... pero es el viejo ché— y señalándome, satisfecho de poder desviar el tema de la conversación, agregó, dirigiéndose a Enrique:

—Ché, ¿no lo conocés a Silvio? éste es el del cañón.

El semblante de Irzubeta se iluminó deferente.

—Ah, ¿es Ud.? Lo felicito. El bostero del tambo me dijo que tiraba como un Krupp...

En tanto hablaba le observé.

Era alto y enjuto. Sobre la abombada frente, manchada de pecas, los lustrosos cabellos negros se ondulaban señorilmente. Tenía los ojos color de tabaco, ligeramente oblícuos, y vestía raído traje marrón adaptado a su figura por manos poco hábiles en labores sastreriles.

Se apoyó en la pestaña del mostrador, posando la barba en la palma de la mano. Parecía reflexionar.

Sonada aventura fué la de mi cañón y grato me es recordarla.

A ciertos peones de una compañía de electricidad les compré un tubo de hierro y varias libras de plomo. Con esos elementos fabriqué lo que yo llamaba una culebrina o bombarda". Procedí de esta forma:

En un molde exagonal de madera, tapizado interiormente de barro, introduje el tubo de hierro. El espacio entre ambas varas interiores estaba rellenado de plomo fundido. Después de romper la envoltura, desbasté el bloque con una lima gruesa, fijando el cañón por medio de sun-