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ROBERTO ARLT

gre, reprodujo la bandera de Nicaragua tan hábilmente, que el original no se distinguía de la copia.

Días después Irzubeta lucía un flamante fusil de aire comprimido que vendió a un ropavejero de la calle Reconquista. Esto sucedía por los tiempos en que el esforzado Bonnot y el valerosísimo Valet aterrorizaban a París.

Yo ya había leído los cuarenta y tantos tomos que el vizconde Ponson du Terrail escribiera acerca del hijo adoptivo de mamá Fipart, el admirable Rocambole, y aspiraba a ser un bandido de la alta escuela.

Bien; un día estival, en el sórdido almacén del barrio, conocí a Irzubeta.

La calurosa hora de la siesta pesaba en las calles y yo, sentado en una barrica de yerba, discutía con Hipólito, que aprovechaba los sueños de su padre para fabricar aeroplanos con armadura de bambú. Hipólito quería ser aviador, pero debía resolver antes el problema de la "estabilidad espontánea". En otros tiempos le preocupó la solución del movimiento contínuo y solía consultarme, acerca del resultado posible de sus cavilaciones. Hipólito, de codos en un periódico manchado de tocino, entre una fiambrera con quesos y las varillas coloradas de "la caja", escuchaba atentísimamente mi tesis:

—El mecanismo de un "reló" no sirve para la hélice. Ponele un motorcito eléctrico y las pilas secas en el fuselaje".

—Entonces como los submarinos...

—¿Qué submarinos? El único peligro está en que la corriente te queme el motor, pero el aeroplano va ir más sereno y antes de que se te descarguen las pilas va a pasar un buen rato.

—Ché, ¿y con la telegrafía sin hilos no puede marchar el motor? Vos tendrías que estudiarte ese invento. ¿Sabés que sería lindo?