llamado Grenuillet. Reumático, setentón y neurasténico, terminó por acostumbrarse a la irregularidad de los Irzubeta, que le pagaban los alquileres de vez en cuando. En otros tiempos había tratado inútilmente de desalojarlos de la propiedad, pero los Irzubeta eran parientes de jueces rancios, y otras gentes de la misma calaña del partido conservador, por cuya razón se sabían inamovibles.
El alsaciano acabó por resignarse a la espera de un nuevo régimen político, y la florida desvergüenza de aquellos bigardones llegaba al extremo de enviar a Enrique a solicitar del propietario tarjetas de favor para entrar en el Casino, donde el hombre tenía un hijo que desempeñaba el alto cargo de portero.
¡Ah! Y que sabrosísimos comentarios, qué cristianas reflexiones se podían escuchar de las comadres que en conciábulo en la carnicería del barrio, comentaban piadosamente la existencia de sus vecinos.
Decía la madre de una niña feísima, refiriéndose a uno de los jóvenes Irzubeta que en un arranque de rijosidad, habíase mostrado obsenamente a la doncella:
—Vea señora, que yo no lo agarre porque va a ser peor que si lo pisara un tren.
Decía la madre de Hipólito, mujer gorda, de rostro blanquísimo y siempre embarazada, tomando de un brazo al carnicero:
—Le aconsejo, don Segundo, que no les fíe ni en broma. A nosotros nos tienen metido un clavo que no le digo nada.
—Pierda cuidado, pierda cuidado, rezongaba austeramente el hombre membrudo, esgrimiendo su enorme cuchillo en torno de un bofe.
¡Ah! y eran muy joviales los Irzubeta. Dígalo si no, el panadero que tuvo la audacia de indignarse por la morosidad de sus acreedores.