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ROBERTO ARLT

conchados por la brusquedad del esfuerzo; trozos de yeso y argamasa manchaban los pisos polvorientos; en la cocina los caños de plomo deshilachaban un interminable reguero de agua, y en pocos segundos teníamos la habilidad de disponer la vivienda para una costosa reparación.

Después Irzubeta o yo entregábamos las llaves, y con rápidos pasos desaparecíamos.

El lugar de reencuentro era siempre la trastienda de un plomero, cierto cromo de Cacaseno con cara de luna, crecido en años, vientre y cuernos, porque sabíase que toleraba con paciencia franciscana las infidelidades de su esposa.

Cuando indirectamente se le hacía reconocer lo que era, él replicaba con mansedumbre pascual, que su esposa padecía de los nervios y ante argumento de tal solidez científica, no cabía sinó el silencio.

Sin embargo, para sus intereses era un águila.

El patizambo revisaba meticulosamente nuestro hatillo, sopesaba los cables, probaba las lámparas con objeto de verificar si estaban quemados los filamentos, oliscaba las canillas y con paciencia desesperante calculaba y descalculaba, hasta terminar por ofrecernos la décima parte de lo que valía lo robado a precio de costo.

Si discutíamos o nos indignábamos, el buen hombre levantaba las pupilas bovinas, su cara redonda sonreía con socarronería, y sin dejarnos replicar, dándonos festivas palmaditas en las espaldas, nos ponía en la puerta de calle con la mayor gracia del mundo y el dinero en la palma de la mano.

Pero no se vaya a creer que circunscribíamos nuestras hazañas, solo a las casas desalquiladas. ¡Quiénes como nosotros para el ejercicio de la garra!

Avizorábamos continuamente las cosas ajenas. En las manos teníamos una prontitud fabulosa, en la pupila la presteza de ave de rapiña. Sin apresurarnos y con la rapi-