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EL JUGUETE RABIOSO

dez con que cae un jerifalte sobre cándida paloma, caíamos nosotros sobre lo que no nos pertenecía.

Si entrábamos a un café y en una mesa había un cubierto olvidado o una azucarera y el camarero se distraía, hurtábamos ambas; y ya en los mostradores de cocina o en cualquier otro recoveco, encontrábamos lo que creíamos necesario para nuestro común beneficio.

No perdonábamos taza ni plato, cuchillos ni bolas de billar, y bien claro recuerdo que una noche de lluvia, en un café muy concurrido, Enrique se llevó bonitamente un gagán, y otra noche yo, un bastón con puño de oro.

Nuestros ojos giraban como bolas y se abrían como platos investigando su provecho, y en cuanto distinguíamos lo apetecido, allí estábamos sonrientes, despreocupados y dicharacheros, los dedos prontos y la mirada bien escudriñadora, para no dar golpe en falso como rateros de tres al cuarto.

En los comercios ejercitábamos también esta limpia habilidad, y era de ver y no creer como engatusábamos a los mozuelos que atienden el mostrador en tanto que el amo duerme la siesta.

Con un pretexto u otro, Enrique llevaba el muchacho a la vidriera de la calle, para que le cotizara precio de ciertos artículos, y sino había gente en el despacho yo prontamente abría una vitrina me llenaba los bolsillos de cajas de lápices, tinteros artísticos, y sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma, y otra vez en una armería llevamos un cartón con una docena de cortaplumas de acero dorado y cabo de nácar.

Cuando durante el día no habíamos podido hacernos con nada, estábamos cariacontecidos, tristes de nuestra torpeza, desengañados de nuestro porvenir.

Entonces rondábamos malhumorados hasta que se ofrecía algo en que desquitarnos.