Propuesta de Lucio.—Todas las balas deberán estar envenenadas con ácido prúsico y se probará su poder tóxico cortándole de un tiro la cola a un perro. El perro tiene que morir a los 10 minutos.
—Ché Silvio.
—¿Que hay?, dijo Enrique.
Pensaba una cosa. Habría que organizar clubs en todos los pueblos de la República.
—No, lo principal—interrumpí yo—está en ponernos prácticos para actuar mañana. No importa ahora ocuparnos de macanitas.
Lucio acercó un bulto de ropa sucia que le servía de otomana. Proseguí.
—El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre fría a uno, que es lo más necesario para el oficio. Además la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia.
Dijo Enrique: Dejémonos de retóricas y vamos a tratar un caso interesante. Aquí, al fondo de la carnicería (la pared de la casa de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un caserón de la calle Zamudio. Que te parece Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?
—¿Sabés que es grave?
—No hay peligro ché. Saltamos por la tapia. El carnicero duerme como una piedra. Eso sí, hay que ponerse guantes.
—¿Y el perro?
—¿Y para que lo conozco yo al perro?
—Me parece que se va a armar una bronca.
—¿Que te parece Silvio?
—No me gusta.
—Pero date cuenta que sacamos más de cien mangos por el magneto.