la gente que no sabían que éramos ladrones, y un espanto delicioso nos apretaba el corazón al pensar con que ojos nos mirarían las nuevas doncellas que pasaban, si supieran que nosotros tan atildados y jóvenes, éramos ladrones... ladrones...!
Próximamente a las doce de la noche me reuní en un café con Enrique y Lucio a ultimar los detalles de un robo que pensábamos efectuar.
Escogiendo el rincón más solitario, ocupamos una mesa junto a una vidriera.
Menuda lluvia picoteaba el cristal en tanto la orquesta desgarraba la postrera brama de un tango carcelario.
—¿Estás seguro Lucio que los porteros no están?
—Segurísimo. Ahora hay vacaciones y cada uno tira por su lado.
Tratábamos nada menos que de despojar la biblioteca de una escuela.
Enrique, pensativo, apoyó la mejilla en una mano. La visera de la gorra le sombreaba los ojos.
Yo estaba inquieto.
Lucio, miraba en torno con la satisfacción de un hombre para quien la vida es amable. Para convencerme de que no existía ningún peligro frunció los superciliares y confidencialmente me comunicó por décima vez:
—Yo sé el camino. ¿Que te preocupás? No hay más que saltar la verja que dá a la calle y al patio. Los porteros duermen en una sala separada del tercer piso. La biblioteca está en el segundo y al lado opuesto.
—El asunto es fácil, eso es de cajón — dijo Enrique — el negocio sería bonito si uno pudiera llevarse el Diccionario Enciclopédico.