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EL JUGUETE RABIOSO

aroma como el vino generoso arrastraba a divinas francachelas.

Nuestras pupilas estaban limpias de inquietud, osaría decir que nos nimbaba la frente un halo de soberbia y audacia. Soberbia de saber que al conocerse nuestras acciones hubiéramos sido conducidos ante un Juez de Instrucción. Sentados en torno de la mesa de un café, a veces departíamos:

—¿Qué harías vos ante el Juez del Crimen?

—Yo, respondía Enrique — le hablaría de Darwin y de Le Dantéc (Enrique era ateo).

—¿Y vos Silvio?

-Negar siempre aunque me cortaran el pescuezo.

—¿Y la goma?

Nos mirábamos espantados. Teníamos horror de la goma", ese bastón que no deja señal visible en la carne; el bastón de goma conque se castiga al cuerpo de los ladrones en el Departamento de Policía cuando son tardíos en confesar su delito.

Con ira mal reprimida respondí:

—A mí no me cachan. Antes matar.

Cuando pronunciábamos esa palabra los nervios del rostro distendíanse, los ojos permanecían inmóviles, fijos en una ilusoria hecatombe distante, y las ventanillas de la naríz se dilataban aspirando el olor de la pólvora y de la sangre.

—Por eso hay que envenenar las balas—repuso Lucio.

—Y fabricar bombas — continué. — Nada de lástima. Hay que reventarlos, aterrorizar a la "cana". En cuanto están descuidados, balas... A los jueces, mandarles bombas por correo...

Así conversábamos en torno de la mesa del café, sombríos y gozosos de nuestra impunidad ante la gente, ante