—Vamos primero a la terraza— dijo Enrique —las cornizas están llenas de lámparas eléctricas.
En el corredor encontramos una puerta que conducía a la terraza del segundo piso. Salimos. El agua chasqueaba en los mosaicos del patio, y junto a un alto muro alquitranado, el vívido resplandor de un relámpago descubrió una garita de madera, cuya puerta de tablas permanecía entreabierta.
A momentos la súbita claridad de un rayo descubría un lejano cielo violeta desnivelado de campanarios y techados. El alto muro alquitranado recortaba siniestramente con su catadura carcelaria, lienzos de horizonte. Penetramos a la garita. Lucio encendió otra vez su linterna.
En los rincones del cuartujo, estaban amontonadas bolsas de aserrín, trapos de fregado, cepillos y escobas nuevas. El centro lo ocupaba una voluminosa cesta de mimbre.
—¿Que habrá ahí dentro? Lucio levantó la tapa.
—Bombas.
—¿A ver?
Codiciosos nos inclinamos hacia la rueda luminosa que proyectaba la linterna. Entre el aserrín brillaban cristalinas esfericidades de lámparas de filamento.
—¿No estarán quemadas?
—No, las habrían tirado— más para convencernos, diligente examiné los filamentos en sus geometrías. Estaban intactos.
Avidamente robábamos en silencio, llenando los bolsillos, y no pareciéndonos suficiente cogimos una bolsa de tela, que también llenamos de lámparas. Lucio para evitar que tintinearan cubrió los intersticios de aserrín.
En el vientre de Irzubeta, el pantalón marcaba una protuberancia enorme. Tantas lámparas había ocultado allí.
—Míralo a Enrique, está preñado.