La chuscada nos hizo sonreír.
Prudentemente nos retiramos. Como lejanas campanillitas sonaban las peras de cristal.
Al detenernos frente a la Biblioteca, Enrique invitó:
—Mejor que entremos a buscar libros.
—¿Y con qué abrimos la puerta?
—Yo ví una barra de fierro en la piecita.
—¿Sabés que hacemos? Las lámparas las empaquetamos, y como la casa de Lucio es la que está más cerca, puede llevárselas.
El granuja barbotó:
—!M...! Yo solo no salgo... no quiero ir a dormir a la leonera.
¡La pecadora traza del granuja! Habíasele saltado el botón del cuello, y su corbata verde se mantenía a medias sobre la camisa de pechera desgarrada. Añadid a esto una gorra con la visera sobre la nuca, la cara sucia y pálida, los puños de la camisa desdoblados en torno de los guantes, y tendréis la desfachatada estampa de ese festivo masturbador injertado en un conato de reventador de pisos.
Enrique que terminaba de alinear sus lámparas, fué a buscar la barra de hierro.
Lucio rezongó.
—Que rana es Enrique, ¿no te parece? largarme de carnada a mi solo.
—No macaniés, de aquí a tu casa hay sólo tres cuadras, bien podrías ir y venir en cinco minutos.
—No me gusta.
—Ya sé que no te gusta... no es ninguna novedad que sos puro aspamento.
—¿Y si me encuentra un "cana"?[1]
—Rajá; para qué tenés piernas.
Sacudiéndose como un perro de aguas entró Enrique.
- ↑ Agente de policía.