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ROBERTO ARLT

Extenuados nos dejamos caer en la cama.

En los semblantes relajados de sueño, la fatiga acrecentaba la oscuridad de las ojeras. Nuestras pupilas inmóviles permanecían fijas en los muros blancos, ora próximos, ora distantes, como en la óptica fantástica de la fiebre.

Lucio ocultó los paquetes en el ropero y pensativo sentóse en el borde de la mesa, cogiéndose una rodilla entre las dos manos.

—¿Y la Geografía?

—Me la llevo.

El silencio tornó a pesar sobre los espíritus mojados, sobre nuestros semblantes lívidos, sobre las entreabiertas manos amoratadas.

Me levanté sombrío, sin apartar la mirada del muro blanco.

—Dame el revólver, me voy.

—Te acompaño— dijo Irzubeta incorporándose en el lecho, y en la oscuridad nos perdimos por las calles sin pronunciar palabras, con adusto rostro y encorvadas espaldas.

Terminaba de desnudarme, cuando tres golpes frenéticos repercutieron en la puerta de calle, tres golpes urgentísimos que me erizaron el cabello.

Vertiginosamente pensé:

La policía me ha seguido... la policía... la policía... jadeaba el alma.

El golpe aullador se repitió otras tres veces, con más ansiedad, con más terror, con más urgencia.

Tomé el revólver y desnudo salté a la puerta.

No terminé de abrir la hoja y Enrique se desplomó en mis brazos. Algunos libros rodaron por el pavimento.