A pesar de la carga, prudencia y temor aceleraban la soltura de nuestras piernas.
—Lindo golpe.
—Sí, lindo.
—¿Que opinás, Lucio, que dejemos esto en tu casa?
—¿Y si va la "cana" a requisar?
—No digas estupideces, mañana mismo reducimos todo.
—¿Cuántas bombas traeremos?
—Treinta.
—Lindo golpe— repitió Lucio —¿y de libros?
—Más o menos yo calculé setenta pesos— dijo Enrique.
—¿Qué hora tenés Lucio?
—Deben ser las tres.
—¡Qué tarde!
No, no era tarde, más la fatiga, la angustia remota, las tinieblas y el silencio, los árboles goteando en nuestras espaldas enfriadas, todo ello hacía que la noche nos pareciera eterna, y dijo Enrique con melancolía:
—Sí, es demasiado tarde.
Estremecidos de frío y cansancio, entramos a la casa de Lucio.
—Despacio ché, no se despierten las viejas.
—¿Y dónde guardamos esto?
—Espérensen.
Lentamente giró la puerta en sus goznes. Lucio penetró a la habitación e hizo girar la llave del conmutador.
—Pasen ché, les presento mi bulín.
El ropero en un ángulo, una mesita de madera blanca, y una cama. Sobre la cabecera del lecho extendía sus retorcidos brazos piadosos un Cristo Negro, y en un marco, en actitud dolorosísima, miraba al cielorraso un cromo de Lida Borelli.