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ROBERTO ARLT

Procedía así:

Seleccionaba con paciencia desesperante un repollo o una coliflor. Estaba conforme puesto que pedía precio, pero de pronto, descubría otro que le parecí a más sazonado o más grande y ello era el motivo de la disputa entre el verdulero y Don Gaetano, ambos empeñados en robarse, en perjudicar al prójimo aunque fuere en un solo centavo.

Su mala fé era estupenda. Jamás pagaba lo estipulado, sinó lo que ofreciera antes de cerrar trato. Una vez que yo había guardado la vitualla en la cesta, don Gaetano se retiraba del mostrador, hundía los pulgares en el bolsillo del chaleco, sacaba y contaba, tornaba a recontar el dinero, y despectivamente lo arrojaba encima del mostrador como si hiciera un servicio al mercader, alejándose a prisa después.

Si el comerciante le gritaba, él respondía:

—Estate buono.

Tenía el prurito del movimiento, era un goloso visual, entraba en éxtasis frente a la mercadería por el dinero que representaba.

Acercábase a los vendedores de cerdo a pedirles precio de embutidos, examinaba codicioso las sonrosadas cabezas de cerdo, hacíalas girar despacio bajo la impasible mirada de los ventrudos comerciantes de delantal blanco, rascábase tras de la oreja, miraba con voluptuosidad los costillares enganchados a los hierros, las pilastras de tocino en lonjas, y como si resolviera un problema que le daba vueltas en el meollo, dirigíase a otro puesto, a pellizcar una luna de queso, o a contar cuántos espárragos tiene un mazo, a ensuciarse las manos entre alcachofas y nabos, y a comer pepitas de zapallo u a observar al trasluz los huevos y a deleitarse en los pilones de manteca húmeda, sólida, amarilla y aún oliendo a suero.