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ROBERTO ARLT

cho, con un ventanuco redondo que daba a la calle Esmeralda y por el cual se veía la lámpara de arco voltaico que iluminaba la calzada. El vidrio del ojo de buey estaba roto, y por allí se colaban ráfagas de viento que hacían bailar la lengua amarilla de una candela sujeta en una palmatoria al muro.

Arrimada a la pared había una cama de tijera, dos palos en cruz con una lona clavada en los travesaños.

Dio Fetente salió a orinar a la terraza, luego sentóse en un cajón, se quitó la gorra y los botines, arreglóse prolijamente la bufanda en torno del cogote y preparado para afrontar el frío de la noche, prudentemente entró en el catre, cubriéndose hasta la barba con las mantas, unas bolsas de arpillera rellenadas de trapos inservibles.

La mortecina claridad de la candela iluminaba el perfil de su rostro, de larga naríz rojiza, aplanada frente estriada de arrugas, y cráneo mondo, con vestigio de pelos grises encima de las orejas. Como el viento que entraba molestábale, Dio Fetente extendió el brazo, cogió la gorra y se la hundió sobre las orejas, luego sacó del bolsillo una colilla de toscano, la encendío, lanzó largas bocanadas de humo y uniendo las manos bajo la nuca, quedóse mirándome sombrío.

Yo comenzé examinar mi cama. Muchos debían haber padecido en ella, tan deteriorada estaba. Habiendo la punta de los elásticas rasgado la malla, quedaban éstos en el aire como tantásticos tirabuzones, y las grampas de las agarraderas habían sido reemplazadas por ligaduras de alambre.

Sin embargo no me iba a estar la noche en éxtasis, y después de comprobar su estabilidad, imitando a Dio Fetente, me saqué los botines, que envueltos en un periódico me sirvieron de almohada, me envolví en la carpeta verde y dejándome caer en el fementido lecho, resolví dormir.