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EL JUGUETE RABIOSO

Indiscutiblemente, era cama de archipobre, un deshecho de judería, la yacija más taimada que he conocido.

Los resortes me tundían las espaldas, parecía que sus puntas querían horadarme la carne entre las costillas, la malla de acero rígida en una zona se hundía desconsideradamente en un punto, en tanto que en otro por maravillas de elasticidad elevaba promontorios, y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite. Además no encontraba postura cómoda, el rígido vello de la carpeta rascábame la garganta, el filo de los botines me entumecía la nuca, las espirales de los elásticos doblados me pellizcaban la carne. Entonces.

—Eh, diga, Dio Fetente.

Como una tortuga, el anciano sacó su pequeña cabeza al aire de entre la caparazón de arpilleras.

—Diga don Silvio.

—¿Que hacen que no tiran este camastro a la basura?

El venerable anciano poniendo los ojos en blanco me respondió con un suspiro profundo, tomando así a Dios de testigo de todas las iniquidades de los hombres.

—Diga Dio Fetente, no hay otra cama... aquí no se puede dormir...

—Esta casa es el infierno, don Silvio... el infierno — y bajando la voz, temeroso de ser escuchado.

—Esto es...la mujer... la comida... A Dio Fetente, que casa ésta.

El viejo apagó la luz y yo pensé.

—Decididamente, voy de mal en peor.

Ahora escuchaba el ruido de la lluvia sobre el zinc de la boharda.

De pronto me conturbó un sollozo sofocado. Era el viejo que lloraba, que lloraba de pena y de hambre. Y esa fué mi primera jornada.