me incliné sobre el tarro de engrudo al tiempo que arreglaba un libro, pensando: va a haber tormenta.
Ciertamente, con intervalos breves, el matrimonio reñía.
La mujer blanca, inmóvil, apoyada de codos en el mostrador, las manos arrebujadas en los repliegues de la pañoleta verde, seguía los pasos del marido con ojos crueles. Don Miguel en la cocinita, lavaba platos en un fuentón grasiento. Las puntas de su bufanda rozaban los bordes del tacho y un delantal de cuadros rojos y azules atado a la cintura con un piolín, le defendía de las salpicaduras de agua.
Sabiendo lo que advendría, en cuanto yo pasaba por allí, sin retirar los velludos brazos del fuentón, volvía la cabeza y levantando al plafón sus pupilas, movíala en lo blanco, como diciendo:
¡Que casa ésta, Dio Fetente!
He de advertir que la cocina, lugar de nuestras expansiones, estaba enfrentada a una letrineja hedionda, y era un rincón de la caverna, tapiado a las espaldas de las estanterías.
Encima de una tabla sucia, apelmazados con sobras de verduras, había pequeños trozos de carne y patatas, con los que don Miguel confeccionaba la magra pitanza del medio día. Lo quitado a nuestra voracidad, era servido a la noche, bajo la forma de un guiso estrambótico. Y era Dio Fetente el genio y mago de ese antro hediondo. Y allí maldecíamos a nuestra suerte, y allí don Gaetano se refugiaba a veces para meditar sombrío en las dezasones que trae consigo el matrimonio.
El odio que fermentaba en el pecho de la mujer terminaba por estallar.
Bastaba un motivo insignificante, una nimiedad cualquiera.
Súbitamente la mujer envarada de un furor sombrío abandonaba el mostrador; y arrastrando las chancletas por