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ROBERTO ARLT

cuarto. Ganó una barbaridad de pesos, igual que ese otro norteamericano que inventó el lápiz con gomita en un extremo.

Calló, y sacando una petaca de oro con un florón de rubíes en el dorso, nos invitó con cigarrillos de tabaco rubio.

El teósofo rehusó inclinando la cabeza, yo acepté. El señor Souza continuó.

—Hablando de otras cosas. Según me comunicó el amigo aquí presente, Vd. necesita un empleo.

—Sí señor, un empleo donde pueda progresar, porque donde estoy...

—Si... si... ya sé, la casa de un napolitano... ya sé... un sujeto. Muy bien, muy bien... creo que no habrá inconvenientes. Escríbame una carta detallándome todas las particularidades de su carácter, francamente y no dude de que lo puedo ayudar. Cuando yo prometo cumplo.

Levantóse del sillón con negligencia.

Amigo Demetrio... mayor gusto... venga a verme pronto que quiero enseñarle unos cuadros. Joven Astier, espero su carta,— y sonriendo agregó.

—Cuidadito con engañarme.

Una vez en la calle dije entusiasmado al teósofo:

Que bueno es el señor Souza... y todo por Vd.... muchas gracias.

—Vamos a ver... vamos a ver.

Dejé de evocar, para preguntar que hora era al mozo de la lechería.

—Dos menos diez.

—¿Qué habrá resuelto el señor Souza?

En el intervalo de dos meses habíale escrito frecuentemente encareciéndole mi precaria situación, y después