cabeza y haciendo pedazos los vidrios de la ventana que daba luz á su reducido taller. El zapatero, á vista de tan espantosa catástrofe, esclamó:
— ¡Ah infame! ¿no ha visto V. la puerta?
— Me urgía verlo pronto.
— Pues ¿qué quiere V.? ¿ qué se le ocurre?
— Informarme de su salud, buen maestro, porque lo quiero mucho.
— ¡Mi salud ! ! ¡ ah, mi salud ! ¿qué tiene ella que ver con V. ni con su conducta?
— Vaya, vaya, está V. de mal humor y lo siento, porque esto no puede quedar así, se lo prometo solemnemente. Mañana volveré aquí para ver si está mas razonable, y no habrá obstáculos que me lo impidan aunque haya de romper la pared para verlo pronto.
— Insolente! "V. llevará su merecido.
— ¿Qué haré? decia después el pobre zapatero; este hombre va á concluir con mi tienda si no pongo remedio: después, viendo que los suyos eran pequeños, pidió prestado á su vecino el herrero un martillo enorme, diciendo para si: lo cazaré como á una fiera; lo espero, y cuando llegue ¡plaf! lo aplasto.
Llega el dia siguiente, el zapatero espera detrás de la ventana con el martillo levantado; un sudor frió corre por su frente; está dispuesto á cometer un asesinato. ¡Dios mío! va á correr sangre
Dan las once, se oye un ruido particular, ruedan por el suelo los pedazos del único cristal sano, entra en el chirivitil una cabeza cubierta de cabello rizado y se oye una voz que dice:
— Buenos dias, maestro.
El zapatero tiembla de cólera, deja caer con furor el martillo, y la cabeza rueda por el suelo, separada del cuerpo.
— ¡Oh, qué floja la tenia! esclama. ¡Dios mió! ¡lo he muerto! He partido su cabeza como si fuera de engrudo! ¡Ah, moriré ahorcado?
El instinto de la propia conservación le hace