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EL LIBRO DE LOS CUENTOS. — 215

impedir que engordasen, lo que es para hacerlos enflaquecer no podía encontrarse mejor.

Sucedió, pues, que un judío, con testigos falsos vino aprobar que un cristiano habia incurrido en este delito, siendo él la víctima.

— ¿Cómo probarás tu dicho? le preguntó el juez.

— Son testigos mis convecinos Samuel, Leví y Jonatás.

— ¿Tienes en tu abono algún testigo mahometano?

— No, señor, pero los que presento, aunque judíos, son hombres de bien y abonados en todo.

— ¿Tienes algún testigo cristiano?

— No, señor.

— ¿Qué dices tú, cristiano?

— Que le he prestado el dinero en una urgente necesidad sin interés de ninguna clase, y que ahora, por no pagarlo, me acusa de usurero.

— ¿Tienes pruebas?

— Ninguna.

— Es muy posible, cristiano, que tengas razón, dijo el juez, pero tu contrario prueba y tú no; la ley me manda condenarte.

— Y yo reclamo el cumplimiento de la ley, dijo el judío, porque debe ser igual para todos.

— Tú, judío, que eres el acusador y el agraviado, debes ser también el ejecutor de la sentencia, dijo el juez; aquí tienes el cuchillo y el peso.

El judío tomó el cuchillo y se preparó á la operación.

— ¿Insistes? le preguntó el juez.

— Insisto; la leyes ley, y por nada dejaré de cumplirla.

— Cristiano, disponte, la justicia te reclama, dijo el juez; luego, volviéndose al judío, añadió:

— Nuestra ordenanza previene que se corte una onza de carne, ya lo sabes, aquí tienes el peso.

El judío dio un paso hacia el cristiano.

— Espera un momento, dijo el juez, tengo que hacerte una advertencia.

—¿Cuál?