nos detengamos en el viaje; y como si la suerte le favoreciese, cátate que en el mismo dia llevaban á quemar viva una negra de unos sesenta años, casi tan fea como él, porque lo que es mas seria pedir gollerías.
Ya estaba la pobre negra atada y sujeta encima de diez ó doce carretadas de leña, y el verdugo echando yescas para encender faego, cuando oportunamente llegó D. Lesmes á salvarla. Todo se detuvo: el jefe de la tribu se acercó, y dijo:
— ¡Desgraciada! todavía es tiempo. Este buen estranjero te reclama. ¿Quieres morir, ó casarte con él?
La negra levantó la cabeza, miró á D. Lesmes, y dijo:
— Que enciendan la antorcha.
— ¿La de Himeneo? preguntó un negro que debia ser erudito.
— No: la de la hoguera. Morir es mejor.
D. Lesmes murió soltero.
Ún artesano no muy rico envió á su hijo á estudiar á Salamanca, y para poder sobrellevar los gastos de la carrera, le dijo:
— No soy un poderoso, hijo mió, y es necesario que comas de lo mas barato, porque de otra manera no te podré sostener y tendrás que volverte.
Nuestro estudiante llegó á la ciudad, y dijo para sí: necesito obedecer á mi padre; fué al mercado y preguntó:
— ¿Cuánto vale un cerdo?
— Unos ochocientos reales.
— ¿Y una vaca?
— Quinientos.
— ¿Y un carnero?
— Ciento.
— ¿Y un cordero?
— Treinta.