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EL LIBRO DE LOS CUENTOS. — 33

como veinte soles, que habia sacado el pobre de algunas arrobas de carbon, los metió en una bolsa de cuero, y pesos duros y bolsa en unas fuertes alforjas de cáñamo que llevaba al hombro y que sujetaba con sus brazos. Un ratero, que habia olido los mejicanos, le seguia la pista con el deseo de averiguar si eran falsos.

Con esta idea, acercóse cuanto pudo á la espalda del aldeano, sacó una aguja y fué cosiendo bonitamente la alforja á su chaqueta. Cuando concluyó esta operacion, introdujo suavemente su mano entre la alforja y el hombro de su dueño, y en una de aquellas oleadas de gente, que son tan comunes en tales ocasiones, tiró con fuerza y fué la alforja del dinero á parar á su espalda.

—¡Mis alforjas! ¡Que me han robado mis alforjas! gritó el pobre hombre desesperado.

— Mire V., le dijo el ratero con calma, tocándole en el hombro; para que no me robasen estas las he cosido á la chaqueta. ¡Si V. hubiera hecho lo mismo!...

El infeliz miró la alforja cosida con ojos alelados, y dijo cándidamente:

— ¡Qué despejado es V.! ¡Ah¡ ¡si se me hubiera ocurrido esa idea!


La precaucion acertada.

Un reo condenado á muerte, estando ya en el patíbulo, manifestó deseos de hablar, y obtenida la licencia, se dirigió á los espectadores y les dijo:

— Señores, hagan Vds., por Dios, el favor de no decir á mi familia lo que me va á pasar, porque recibiré un disgusto el dia que sepa que ha llegado á su noticia.


La boticaria y la medicina.

Como os podeis figurar, de nada le sirvió al