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El primero, sin embargo, jamás será contado en el catálogo de nuestros reyes, y en él y fuera de 61 será imperecedero el nombre del segundo: el uno representa la debilidad, la política acomodaticia y de circunstancias; mientras que el otro es la personificación de la fe, del entusiasmo, de la verdad absoluta, intolerante y eterna.

En ese pintoresco valle de Covadonga, cerrado por tres montañas cubiertas de bosques seculares, por entre los cuales blanquean los peñascos y saltan espumosos los torrentes, formando cascadas estrepitosas que ensordecen y salpican al viajero: en esa cuenca abierta apenas al paso de los riachuelos que corren bulliciosos, ora bajo el dosel de los peñascos que avanzan la rugosa frente para mirarse en el espejo de las aguas cristalinas, ora bajo el toldo de los castaños cuyos retorcidos brazos se entrelazan de una orilla á otra; ahí estaba guardada el arca santa de la religión y la libertad, ahí estaba oculto el sacro fuego del amor patrio. Los próceres, los gardingos y tiufados confundidos en la desgracia con los bucelarios y siervos, huyendo mas que del alfanje mahometano, de los hierros de la esclavitud, buscaron á Pelayo, duque de Cantabria, consuelo y esperanza de todos.

Los grandes señores acostumbrados á las delicias de la corte de Toledo, tenian por palacio una cueva, para habitar; la cual habían desalojado á las fieras, por lecho el heno y las pieles no curtidas, por alimento la carne mal asada del venado y jabalí, por bebida el agua del torrente que mugía á los pies, por perfumes el humo de las teas y fogatas.

Con semejante vida su espíritu y su cuerpo se habían vigorizado á la par, No eran ya los visigodos cobardes y afeminados de Witiza; eran los dignos descendientes de aquella raza teutónica que vino á mezclar su sangre con la del Bajo Imperio para salvar la civilización europea; eran aquellos hijos del Norte que se apellidaban el azote de Dios, debiendo llamarse la Providencia Divina. La sencillez de las costumbres y la aspereza de vida, presta al alma las alas que cortó la molicie, el espíritu con alas se remonta, hacia Dios. tan naturalmente como la piedra desprendida busca el centro de la tierra.

LA CUEVA DE COVADONGA. (DIBUJO DEL NATURAL POR D. MARTIN RICO.)

En aquella cueva pululaban los obispos; y sacerdotes: ora con su blanca estringe, ora con la malla del guerrero: en los huecos de la peña habían depositado las reliquias que pudieron arrebatar de los templos antes que fuesen devorados por las llamas del implacable Musulmán: allí, pues, levantaron un tosco altar á la Virgen, allí ofrecían al Señor el sacrificio de la Hostia inmaculada. Eran sencillos, eran buenos, ¿qué les importaba ser pocos? El vicio les había perdido; la virtud debia salvarlos.

Los árabes ocupaban toda España: Covadonga era un escollo en medio de un océano de enemigos. Por temerario que fuese el empeño de resistir á las olas de aquel mar siempre creciente, para la fe nada hay imposible. Un año después de la batalla del Guadalete los cristianos vieron venir serenos un ejército formidable, decidido á concluir con ellos. Penetran las huestes musulmanas por los desfiladeros del valle; llegan al pié de la cueva, sale Pelayo al frente de algunos centenares, y el ejército infiel y su caudillo quedan allí sepultados.

¿Cómo sucedió este prodigio?

La crítica, no pudiendo retroceder ante la verdad histórica, dice: Confiados los árabes en la interminable serie de fáciles conquistas que en tan breve tiempo les habia hecho dueños del Imperio Godo, penetraron imprudentemente en aquellas breñas donde la caballería, arma principal de los hijos del Desierto, no solo les era inútil sino embarazosa. A cada paso que daban por la garganta del valle, se encontraban con un risco: volvían la cara, atrás, y el risco que habían salvado parece que se levantaba para cerrarles la huida. Llegan, por fin, al frente de Covadonga sin haber tropezado con un solo enemigo; y cuando se figuran que los españoles no se atreven á salir de la caverna, se ven acribillados por las saetas, heridos por las piedras, aplastados por las rocas que manos invisibles remueven de su eterno asiento y dejan caer rodando á la hondonada.

Pelayo, con la sagacidad del guerrillero español, no desmentida desde los tiempos de Viriato hasta nuestros días, habia emboscado su gente en los hayedos y castañares de las montañas. A una señal convenida se ven todas las cumbres coronadas de honderos y saeteros. El héroe se lanza entonces con la gente mas escogida, y blandiendo la temible frankisca, esparce la muerte por las haces ya desordenadas. No hay salvación posible: los que intentan retroceder encuentran obstruido el angosto desfiladero con los peñascos arrojados desde la cima por los robustos astures: los que quieren defenderse, se estrellan contra inaccesibles murallas de granito ó contra el hacha de dos filos de Pelayo. Solo asi se esplica una victoria tan completa, una mortandad tan horrorosa.