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zas mas ó menos feroces. Pero la mas estendida es la de los negritos actas, que por su pelo crespo, sus labíos prominentes y su ángulo facial, se cree por algunos que sean los primeros habitantes de Filipinas. Los negritos son en general pequeños de cuerpo, delgados y ágiles, pero mal formados. Tienen la nariz gruesa y aplastada, el cabello crespo como lana enredada, el labio superior grueso y caido sobre el inferior, su color es más claro y menos feo que el de los negros de la costa de Africa. Van completamente desnudos, y se cubren con un taparrabos de corteza de árbol; pero los que tienen trato mas frecuente, lo usan de tela, y llevan además un pedazo de coquillo de colores ó de manta echado sobre los hombros, y se suelen poner un pañuelo en la cabeza. Los que comercian con pueblos civilizados, dan varios productos de los montes, como miel, cera y bejucos, á cambio de telas y de moneda: las mujeres de éstos visten una ligera camisilla un tapis: las de lo mas feroces van también desnudas. Las primeras, colocan en su pelo un peine de caña, en el que ejecutan linas labores, y por sus orejas taladradas atraviesan un pedacito de rama en flor, que además de su rizada cabellera, les da un aspecto estraño. Los hombres solteros suelen usar también el peine de caña como distintivo de su estado. Todo; ellos llevan en sus manos el arco y las flechas, que suelen envenenar con jugo de plantas que los mismos conocen; en la cintura ostentan un bolo ó cuchillo muy afilado. Se casan á la edad de ocho ó nueve años, aunque no se reúnen con sus mujeres. Apetecen sobremanera el fuego, encienden grandes hogueras, y por la noche se acuestan sobre ceniza calienle. Las mujeres paren también sobre la ceniza, y después se bañan, llevando á su hijo, cuando se ausentan, pendiente del cuello ó en la espalda, sostenido por un lienzo atado á la nuca. No tienen religión alguna. Comen javalíes, venados, y raices de árbol. Sus distracciones consisten en el canto, en el baile llamado acubat, y en el manejo de las armas. Todos los esfuerzos que han hecho los padres misioneros y las autoridades de las islas para civilizar á los negros aetas y conseguir que vivan en sociedad, han sido infructuosos.

Aunque ligeramente, debemos hacer mérito también de dos tipos indios, de los mas bellos y correctos que existen en el archipiélago filipino, á saber: la india de Paquil y la de Pateros. El trage de la primera difiere poco del qué usan las de los alrededores de Manila, á no ser en ciertos meses del año, que hace fresco, y se quitan el tapis para llevarlo atado á la cintura, y para ponérselo á manera de capa sobre rus espaldas. La segunda, lleva un gran salacot en la cabeza, que la sirve para defenderse del sol y de la lluvia, con un grueso rosario de magnas proporciones, pendiente del cuello, y unos zuecos que se quita y suele llegar en la mano para andar con mas desembarazo. Cuando es jóven, descubre en su figura y en su rostro señales de belleza y de dulzura, y puesta al frente de una tiendecilla de sayas y pañuelos, gana dos ó tres reales al fia. Por la noche, y estando pilando el palay con sus compañeras y compañeros, al acompasado y triste golpe del palacol (mazo grande) reza el rosario en voz alta y todos le responden muy devotamente. Es aficionada á permanecer medio desnuda en la orilla del rio, rodeada de patos, á los que alimenta con suró (caracolillo) para que pongan numerosos huevos que luego vende á millares en la capital. Después hace el balot (los empolla) reuniendo para este objeto mil ó mil y quinientos huevos de pato, que envuelve en el tigbo (pedazo de tela ordinaria) con la cantidad de palay suficiente para cubrirlos, y la calienta al sol o al fuego. En el tong (canasto grande) pone una capa de palay caliente, estiende otra encima de huevos, en seguida otra de palay, y asi sucesivamente hasta dejarlos bien colocados entre capas de dicho grano. En esta operación, emplea 14 ó 16 días, en cuyo periodo de tiempo quedan los huevos en su calor natural y los estiende después en una cama de ipá (cáscara de palay) y redobla su vigilancia y su cuidado, ya tapándolos con ropas, ya destapándolos, á fin de conservar el equilibrio del frió y del calor. Pasados 12 ó lidias, salen naturalmente los patitos en número de 800 ó 1,000, los cuales cuida con el mayor esmero, dándoles la mejor morisqueta que tiene y otros delicados alimentos, hasta cumplirse cuatro meses en que empieza á sacar utilidad de esos polluelos. Y, por último, la india de pateros se presenta en los dias de fiesta con un lujo y elegancia que en su clase compite con el que ostentan las de mas rumbo y mas garbo de Cavite.

(Se continuará.)

Bernabé España.

MALAGA.

CASTILLO DE SANTA CATALINA.

Un artista de Málaga nos ha remitido algunos preciosos dibujos, representando puntos pintorescos de los alrededores de aquella capital, de la que ya dimos en El Museo del año último una escelente vista panorámica. Hoy publicamos uno de los dibujos mencionados, que representa el castillo de Santa Catalina, desde el cual se distingue, un hermoso paisaje, y en los números sucesivos publicaremos las restantes viñetas que dan una idea exacta de los sitios y edificios que reproducen.

LITERATURA.

UNA VISITA Á ENRIQUE HEINE.
I.

Acababan de dar las dos en los relojes de el café MoullUMSe de París, y me hallaba sentado á una de sus mesas tomando un massaqran, cuando apareció en el salón mi amigo Manuel, á quien esperaba. Era el dia de los difuntos de 186... El anterior habíamos convenido Manuel y yo en ir al cementerio Monmarlrc, de modo que, ya reunidos, salimos del citado establecimiento y nos dirijimos a punto designado. Nos llevaba allá, por un lado, el deseo de visitar aquel cementerio el día en que los vivos van á conmemorar todos los años á los que fueron ; por otr; parte, mi afán de derramar una lágrima ante la tumba de Heine, mi poeta favorito, cuyas baladas aprendí de memoria siendo aun niño. La tarde estaba triste como mi corazón, y el cíelo, cubierto por la niebla, se asemejaba á un inmenso sarcófago de mármol: hacia frió y la naturaleza toda retrataba la mueite. También yo iba pensando en ella. La muerte, mf decia, es el misterio di> la vida: la muerte es lo desconocido. Sin la muerte, nos abrumaría la carga vital, la vida sería la muerte. Ese punto donde terminan las pasiones todas del hombre y en que comienza una nueva existencia, ese paso, el último de nuestro camino mundanal, ese suspiro, el postrero que exhala nuestro pecho ; ¡ cuántas veces suele ser término de indecibles sufrimientos, desprendimiento de amarguras atroces, fin de tristísimas quejas! Si la vida es un valle de lágrimas, la muerte ha de ser precisamente el paño que las enjugue. Sin embargo, ¿por qué reimos ante la vida y lloramos ante la muerte? . II. Habíamos llegado al cementerio. Sus calles to.las estaban cuajadas materialmente de gente. Aquí, una familia lloraba arrodillada ante un elegante panteón en donde había depositadas unas coronas de siemprevivas: el esposo, el padre reposaba allí: ante otro, una madre desconsolada rezaba por el alma de su hijo. Mi amigo y yo nos dirijimos A la modesta tumba del poeta alemán. Estábamos á algunos pasos de ella, cuando la curiosidad suspendió nuestra marcha. Un caballero y una señora, que habían depositado uua preciosa corona en un magnífico mausoleo y habían permanecido, al parecer, largo tiempo ante él llorando, después de posar un beso cada uno en la boca de un delicado busto de mármol esculpido en la tumba, la abandonaron, no sin volver los ojos arrasarlos en lágrimas, otra vez hacia ella. Al propio tiempo, un jóven como de 24 años, que había permanecido oculto detrás del mausoleo, doblaba uno de sus ángulos y caía de rodillas. Este jóven nos interesó. Su faz pálida y demacrada era claro espejo de su estado moral: debía sufrir mucho. Nosotros le contemplamos algunos instantes. Él permaneció arrodillado y con la cabeza apoyada en aquella tumba. Le oíamos suspirar. Luego se levanto y, sacando un lápiz de su cartera, comenzó á escribír sobre el mármol. Manuel y yo seguimos entonces hacia el sitio donde nos dirigíamos, no sin prometemos Volver á leer las líneas que nuestro desconocido dejara escritas. Cuando abandonamos al desconsolado jóven, recité yo en voz baja estos versos del cantor de Dusseldorff: «Cuando la tumba callada Cobije tu cuerpo helado, A colocarme á fu lado Descenderé á tu morada. Y tu frío tronco inerte Estrecharé entre mis brazos Hasta que rompa los lazos De mi existencia la muerte.»

III.

Llegamos ante la linnba del poda. Una losa rectangular, rodeada de una senciTa verja ile hierro por tres lados, con otra losa de mármol que se levanta soLre el cuarto, el nombre del autor del Intermezzo por t ida inscripción, y un sáuce que dobla sus ramas hasta tocar la tumba, es todo lo que en ella hay. Su sencillez no puede ser mayor; pero, en cambio, el solo nombre de Heine, ¡cuánta grandeza le presta! No estaba sola. Un alemán, que se hallaba leyendo las inscripciones que en ella dejaron los que á visitarla fueron, nos dirijió una mirada de gratitud al vernos á Manuel y á mí descubiertos y tristes á su lado. —¡Malogrado Heine!—esclamé:—tu nombre es gloria de tu patria y conocido del mundo todo. Manuel recitó los versos del intermezzo que dicen: «La noche del sepulcro me envolvía Con su lóbrego velo; Yo de la tumba oscura reposaba En el recinto estrecha.» El alemán seguía contemplándonos silenciosamente. —Triste es el destino de los grandes poetas, añadió mi amigo, cuando acabó de decir los versos. —Es verdad, contesté, muy triste; pero tal vez deban á él su gloria. El sentimiento es una llor que necesita regarse con lágrimas para que crezca y viva. Las lágrimas deben ser, pues, ef único patrimonio de los poetas, ríe esos seres cuyo corazón guarda en cada pliegue un dolor, y cuya sensibilidad se llalla tan esquisimente desarrollada. Heine sentía—proseguí,—á pesar de lo que han dicho algunos críticos; y sus versos, donde dejó la esencia de su alma,como nuestro Esprouceda, Petrarca, Dante y tantas otras eminencias en los suyos, están impregnados de ese perfume de melancolía debido á un profundo cuanto desgraciado amor. —Es cierto,—esclamó el alemán precipitadamente y como si no hubiera podido contenerse ;—amaba con frenesí, amaba con el amor que suicidó á vuestro desventurado Fígaro, amor tan enérgicamente espresado por él cuando escribió: «Yo te adoro, aun te adoro, Y aunque estallara el mundo De su ruina gigante surgiría La inmensa llama de mi amor profundo.u No lo dudéis, prosiguió; Teresa, Laura, Beatriz, los tres hermosos tormentos de los autores de El Diabl.i Mundo, de Africa y de la Divina Comedia, de esos génios que inmortalizaron los nombres de las que sacaron el árbol de su felicidad, no fueron menos amadas que mi madre. —¡Vuestra madre! eselamimos á la vez Manuel y yo. —Mi nudrs, mi-pobre madre, sí, que lloró y amó tanto al poeta después de su muerte, como él había sufrido y la había adorado existiendo. Nuestras manos estrecharon las del alemán ; hablamos algo mas; añadimos luego nuestros nombres á los muchos que se leían en el marco de la lápida y nos ausentamos estraordiuariamente sorprendidos del encuentro.

IV.

Volvimos al mausoleo donde dejamos al jóven arrodillado y dolorido.

No se hallaba ya allí, pero debía de haber si ausentado cortos momentos antes, puesto que todavía el trozo de piedra donde apoyara la cabeza estaba húmedo, inequívoca señal de que había recibido el llanto del ausente.

Leímos con curiosidad el epitafio de aquella rica tumba, que consiste en una sencilla dedicatoria de lo; padres á su hija, muerta á lá edad de veinte años, dos nace ya, y dos inscripciones en verso que copio traducidas, con las fechas del corriente y la del anterior filmadas: «Ernesto,» nombre sin duda alguna de nuestro desgraciado incógnito.

Hélas aquí:

I.

« Un año pronto cumplir; que el soplo De la muerte infernal heló tu aliento; Pronto hará un año que el vivir me pesa, Y que, viviendo, muero,»

II.

«No logrará del tiempo La mano, de mi alma el amor tuyo Borrar, ¡mi pobre Luisa! Cuando muera, Reposaremos juntos.»

Traduje estos versos con la idea de servirme de ellos en algún articulito, como acabo de hacer, y salimos, Manuel y yo del cementerio.

Caminábamos distraídos.

De pronto, esclamó mí amigo:—Todavía hay un corazón en París.

Yo que sentía los latidos del mió, repliqué sonriendo :— Mas de uno.

J. Puig Pérez.