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Un beso

sus lágrimas. Se adivina que en la casa que dejaron á sus espaldas era ella la dirección, la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando á la otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo. Es un gesto maternal para infundirle ánimo; tal vez es un halago amoroso que se repite después de un paréntesis de medio siglo. ¡Quién sabe! ¡La guerra ha despertado tantas cosas que parecían dormidas para siempre!...

Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan ciento setenta años. Son Filemón y Baucis, que acaban de ver su apergaminado idilio roto por la invasión. Tienen el aspecto de antiguos habitantes de la ciudad que han ido á pasar el resto de su existencia en el campo, dejándose cubrir por las petrificaciones ásperas y saludables de la vida rústica. Tal vez fueron pequeños tenderos; tal vez ganó él su retiro en una oficina. Cuando no existían aún los hombres maduros del presente, se refugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamiento egoísta soñado durante largos años de trabajo: una casita rodeada de flores, con algunos árboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierra para él, aficionado al cultivo de legumbres.

Entraron en este nirvana burgués cuando los ferrocarriles eran menos aún que las diligencias, cuando la humanidad soñaba á la luz del petróleo, cuando un despacho telegráfico representaba un suceso culminante en una vida.... Y de pronto, el miedo á la invasión alemana, que suprime un pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado á huir de una vivienda que era á modo de una secreción de sus organismos. Luego se han visto en París, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no sabiendo cómo seguir su camino.

—Valor, mi hombre—repite la esposa.