sa de los reos, decididas a hacer la huelga del hambre, mientres no se las traslade de la prisión donde están mezcladas con asesinos y prostitutas.
Tratándose de gente honesta, condenada por delitos de opinión, aquella identidad con semejantes perdidas, es atroz y desesperante. Pero los defensores del orden, no saben ni pueden distinguir. La rebelión es para ellos el crimen supremo, sobre todo cuando alardean de demócratas y campeones de la justicia social, no habiendo, como es sabido, cuña peor que la del mismo palo. Agentes de un dogma que establece la diferencia social y política de la mujer por imposición de obediencia, no como resultado natural de una conformación distinta, niéganse a ver en este movimiento, extraviado sin duda, una consecuencia de la iniquidad social y como de ésta viven y prosperan a fuer de gobernantes, castigan como rebelión contra un orden de cosas para ellos naturalmente ventajoso, lo que no es sino un fenómeno enfermizo de aquella misma iniquidad.
El hogar desordenado por la explotación capitalista de que los gobiernos son humildes servidores, ha lanzado al mundo una enorme masa de mujeres, las cuales, subs-