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I

El señor Hermann Schultz

El 3 de julio de este año, hacia las seis de la mañana, regaba yo mis petunias sin pensar en nada malo, cuando vi entrar a un joven alto, rubio, imberbe, cubierto con una gorra alemana, y armado de unos lentes de oro. Un amplio abrigo de lasten flotaba melancólicamente en torno de su persona, como la vela a lo largo del mástil, cuando el viento cesa de soplar. No llevaba guantes; sus zapatos, de cuero crudo, descansaban sobre poderosas suelas, tan amplias que el pie parecia rodeado de una pequeña acera. En un bolsillo del lado del corazón, una gran pipa de porcelana se modelaba en relieve y dibujaba vagamente su perfil, bajo la tela reluciente. No se me ocurrió siquiera preguntar al desconocido si había hecho sus estudios en las Universidades de Alemania; dejé mi regadera y le saludé con un sonoro Gut Morgen.

—Caballero—me dijo en francés, pero con acento deplorable—, me llamo Hermann Schultz; acabo de