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lo comuniqué inmediatamente a la que me lo habia inspirado. Mary—Ann y la señora Simons me escucharon al principio como los conspiradores prudentes escuchan a un agente provocador. Sin embargo, la joven inglesa midió, sin temblar, la profundidad del barranco.

—Se podria bajar—dijo—. No sola; pero si con la ayuda de un brazo sólido. ¿Es usted fuerte, caballero?

Yo respondi, sin saber por qué:

—Lo seria si tuviese usted confianza en mi.

Estas palabras, en las cuales no puse yo ninguna intención particular, encerraban, sin duda, alguna tontería, porque ella se ruborizó, volviendo la cabeza.

—Caballero—replicó—, acaso le hayamos juzgado mal: la desgracia agria el carácter. Creo, desde luego, que es usted un valiente.

Hubiera, sin duda, podido decirme algo más amable; pero me deslizó este cumplide a medias, con voz tan dulce y mirada tan penetrante, que me conmovió hasta el fondo del alma. Tan cierto es, señor, que la música hace que no nos fijemos en la letra.

Me tendió su mano encantadora, y yo alargaba ya mis cinco dedos para cogerla, cuando de repente cambió de propósito, y dijo golpeándose la frente:

Dónde encontrará usted materiales para un dique?

—Bajo mis pies: ¡el césped!

—El agua acabará por arrastrarlo.

—Pero no antes de dos horas. Después de nosotros, el diluvio.

—¡Bien!—dijo.