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glesas están persuadidas de que las he librado de Hadgi—Stavros. Yo me encargo de mantenerlas en el error hasta la vuelta del Rey. Es cuestión de dos dias, tres a lo más. Estamos a 40 estadios nuevos (40 kilómetros) de las rocas escironianas. Nuestros amigos llegarán esta noche. Darán el golpe mañana por la noche, y, vencedores o vencidos, estarán aquí el lunes por la mañana. A las prisioneras se les podrá probar que hemos sido sorprendidos. Mientras mi padrino esté ausente, le protegeré a usted contra sí mismo, manteniéndole alejado de las damas. Le tomo prestada su tienda. Ya puede usted ver, caballero, que yo tengo la piel más delicada que el digno Hadgi—Stavros, y que no querría exponer mi tez a la intemperie. ¡Qué dirian el 15, en el baile de la corte, si me viesen tostado como un labriego! Además, es menester que acompañe a esas pobres desconsoladas; es mi deber de libertador. Por su parte, usted se acostará aquí, en medio de mis soldados.

Permitame usted que dé una orden que le interesa.

—¡Yanni! ¡Cabo Yanni! Te confio la guarda de este caballero. Coloca a su alrededor cuatro centinelas que lo vigilen noche y día y lo acompañen a todas partes con el arma al brazo. Los relevarás cada dos horas. ¡Vete!

Me saludó con una cortesia ligeramente irónica, y bajó tarareando la escalera de la señora Simons. El centinela le presentó armas.

Desde este momento comenzó para mí un suplicio del que el espíritu humano no podria formarse idea.

Todo el mundo sabe o adivina lo que puede ser una