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prisión; ¡pero intente usted imaginarse una prisión viva y ambulante, cuyos cuatro muros van y vienen, se apartan y se acercan, se vuelven y revuelven, se frotan las manos, se rascan, se suenan las narices, se sacuden, se agitan y fijan obstinadamente ocho ojos enormes sobre el prisionero! Intenté pasearme; mi calabozo de ocho patas reguló su paso por el mio. Avancé hasta los limites del campamento: los dos hombres que me precedian se pararon en seco, y me dí de narices contra sus uniformes. Este accidente me explicó una inscripción que habia leido a menudo, sin comprenderla, en la vecindad de las plazas fuertes: Limite de la guarnición. Me volvi:

mis cuatro muros volvieron sobre si mismos como decoraciones de teatro en un cambio a la vista. En fin, cansado de esta manera de andar, me senté. Mi prisión se puso a marchar en derredor mío: me parecia un hombre borracho que ve su casa girar en torno. Cerré los ojos: el ruido acompasado del paso militar me fatigó pronto el timpano. «Al menos, pensé en mi mismo, ¡si estos cuatro guerreros se dignasen hablar conmigo! Voy a hablarles en griego: es un medio de seducción que siempre me ha resultado con los centinelas. » Lo intenté, pero en vano.

Los muros tenían acaso oidos, pero el uso de la voz les estaba vedado: ¡no se habla estando en armas!

Intenté el soborno. Saqué del bolsillo el dinero que Hadgi—Stavros me había devuelto, y que el capitán se habia olvidado recoger. Lo distribuí a los cuatro puntos cardinales de mi alojamiento. Los muros sombrios y ceñudos tomaron una fisonomía sonrien-