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las bayonetas repartiendo sablazos; que he rajado tres o cuatro soldados por mi propia mano, y que he andado diez leguas a pie por la montaña para volver aquí a tomar una taza de café. Cafedgi, hijo mío, cumple con tu deber: yo he cumplido con el mio. Pero ¿dónde diablos está Pericles?» El apuesto capitán descansaba todavía bajo su tienda. Yanni corrió a buscarle y lo condujo todo dormido, los bigotes desrizados, la cabeza cuidadosamente envuelta en un pañuelo. No conozco nada para despertar a un hombre como un jarro de agua fría o una mala noticia. Cuando el señor Pericles supo que el pequeño Spiro y otros dos gendarmes habían quedado sobre el terreno, dió el espectáculo de una nueva derrota. Se arrancó su pañuelo, y, sin el tierno respeto que tenia para su persona, se hubiese arrancado el pelo.

—¡Estoy perdido!—gritaba—. ¿Cómo explicar la presencia de estos dos hombres entre vosotros? ¡Y, además, en trajes de bandidos! Los habrán reconocido: ¡los otros han quedado dueños del campo de batalla! ¿Diré que han desertado para pasarse a vosotros? Me preguntarán por qué no había hablado de ello. Te esperaba para redactar mi parte extenso. He escrito ayer por la noche que te apretaopa de cerca sobre el Parnés, y que todos nuestros hombres se portaban admirablemente. ¡Virgen santa! ¡No me atreveré a mostrarme el domingo en Patissia! ¿Qué van a decir el 15 en el baile de la corte? Todo el cuerpo diplomático se ocupará de mi. Se reunirá el Consejo. Y me invitarán siquiera?