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¿Al Consejo?—preguntó el bandido.

— ¡No; al baile de la corte!

¡Vaya con el bailarin!

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Quién sabe lo que va a ocurrir? Si no se tratase más que de estas inglesas, no me preocuparia nada. Confesaria todo al ministro de la Guerra. ¡Inglesas! Hay de sobra. Pero ¡prestar mis soldados para atacar la caja del ejército!

¡Enviar a Spiro contra la tropa de linea! ¡Me señalarán con el dedo! ¡No volveré a bailar!

¿Quién se frotaba las manos durante este monólogo? Era el hijo de mi padre entre sus cuatro soldados.

— A Hadgi—Stavros, tranquilamente sentado, saboreaba su café a pequeños sorbos. Dijo a su ahijado:

—¡Muy confundido estás! Quédate con nosotros.

Te aseguro un minimum de diez mil francos por año y alisto a tus hombres. Tomaremos el desquite juntos.

El ofrecimiento era seductor. Dos dias antes hubiese conquistado muchos votos entre los gendarmes. Pero entonces pareció satisfacer medianamente a los gendarmes, y nada al capitan. Los soldados no decian una palabra; miraban a sus antiguos camaradas; clavaban los ojos en la herida de Sófocles, y, pensando en los muertos de la vispera, alargában la nariz en la dirección de Atenas como para olfatear más de cerca el olor suculento del cuartel En cuanto al señor Pericles, respondió con visible turbación:

—Te doy las gracias; pero tengo necesidad de re-