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Las apariencias no parecian ser esas. ¿No era más bien una sangrienta ironia dirigida a mis pensamientos más intimos?

Recogiéndome dentro de mi mismo, comprobaba con legitimo orgullo la tibieza inocente de todos mis sentimientos, y me hacia la justicia de que el fuego de las pasiones no había hecho subir en un grado la temperatura de mi corazón. A cada instante del dia, para sondearme a mí mismo, me ejercitaba pensando en Mary—Ann. Me complacia en hacer castillos en el aire, de los cuales ella era la castellana. Fabricaba novelas donde ella era la heroina y yo el héroe.

Suponía a capricho las circunstancias más absurdas.

Imaginaba sucesos tan inverosimiles como la historia de la princesa Ipsoff y del teniente Reynauld.

Llegaba hasta a representarme a la linda inglesa sentada a mi derecha en el fondo de una silla de posta, y pasando su hermoso brazo alrededor de mi largo cuello. Todas estas suposiciones halagüeñas, que hubiesen agitado profundamente un alma menos filosófica que la mia, dejaban impertérrita mi serenidad. No experimentaba esas alternativas de temor y esperanza que son los sintomas caracteristicos del amor. Nunca, absolutamente nunca, habia sentido esas grandes convulsiones del corazón, de que se habla en las novelas. No amaba, pues, a Mary—Ann; nada podia reprocharme, y podía marchar con la cabeza muy alta. Pero la señora Simons, que no había leido en mi pensamiento, era muy capaz de engañarse sobre la naturaleza de mi abnegación. ¿Quién sabe si no tenía la sospecha de que