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muy seguro de que Hadgi—Stavros no nos detendrá aqui cuando haya recibido el dinero?

—Le respondo a usted de ello. Los bandidos son los únicos griegos que no faltan jamás a su palabra.

Comprenda usted que si una sola vez guardasen los prisioneros después de haber recibido el rescate, nadie más se rescataria.

—Es verdad. Pero qué extraño alemán es usted.

¡No haber hablado antes!

—Siempre me ha cortado usted la palabra.

—Era preciso hablar, a pesar de todo.

¡Pero, señora!

—¡Callese usted! Y condúzcanos ante ese maldito Stavros.

El Rey estaba almorzando un asado de palomas bajo su árbol de justicia, con los oficiales que no habian sido heridos. Se habia arreglado lavándose la sangre de las manos y cambiándose de traje. Buscaba con sus convidados el medio más expeditivo de llenar los vacíos que la muerte había producido en sus filas. Basilio, que era de Janina, ofrecia ir al Epiro y alistar treinta hombres, pues allí la vigilancia de las autoridades turcas ha impuesto el retiro a más de mil bandoleros. Un laconio queria que se adquiriese a buen dinero contante la pequeña partida del espartano Pavlos, que explotaba la provincia del Magne en las proximidades de Calamata. El Rey, siempre imbuido de las ideas inglesas, pensaba en organizar el reclutamiento forzoso y en raptar todos los pastores del Atica. Este sistema parecia ta::to más ventajoso cuanto que no exigia ningún des-