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Por fin, el miércoles por la mañana el monje apareció en el horizonte. Después de todo, este frailelecillo era un excelente sujeto. Antes de amanecer se habia levantado para traernos la libertad en el bolsillo. Entregó al Rey una carta del gobernador del Banco, y a la señora Simons, otra de su hermano. Hadgi—Stavros dijo a la señora Simons:

—Queda usted en libertad, señora, y puede llevarse consigo a la señorita. Deseo que no se lleven de nuestras rocas un recuerdo demasiado malo. Les hemos ofrecido a ustedes todo lo que teniamos; si el lecho y la mesa no han sido dignos de ustedes, culpa es de las circunstancias. Esta mañana he tenido un moinento de vivacidad que les ruego olviden; hay que perdonar algo a un general vencido. Si me atreviese a ofrecer un regalito a la señorita, le suplicaría que aceptase un anillo antiguo que podrá estrechar a la medida de su dedo. No proviene del bandidaje; se lo he comprado a un comerciante de Nauplia. La señorita enseñará esta joya en Inglaterra, al contar su visita a la corte del Rey de las montañas.

Traduje fielmente este pequeño discurso, y yo mismo deslicé el anillo del Rey en el dedo de MaryAnn.

—Y yo — pregunté al buen Hadgi—Stavros, ¿no me llevaré ningún recuerdo de usted?

—¿Usted, querido señor? Pero si usted se queda.

Su rescate no ha sido pagado.

Me volví a la señora Simons, que me tendió la carta siguiente: