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aliento y descansar un poco. Saqué mi reloj: no eran más que las dos y media. Yo hubiera creido que el viaje habia durado tres noches. Me palpé brazos y piernas para ver si no estaba descabalado: en esta clase de expediciones se sabe con lo que se sale, pero no con lo que se llega. Habia tenido suerte: algunas contusiones y dos o tres rozaduras, a esto se reducia mi deterioro. Quien habia sufrido más era mi abrigo. Levanté los ojos, y todavia no para dar gracias al cielo, sino para asegurarme de que nada ocurria en mi domicilio. No oi más que algunas gotas de agua que se filtraban a través del dique. Todo iba bien; mi retaguardia estaba asegurada y sabia hacia dónde caia Atenas: ¡adiós, pues, Rey de las montañas!

Iba a saltar al fondo del barranco, cuando una forma blancuzca se levantó delante de mi y escuché los más furiosos ladridos que jamás han despertado los ecos a hora semejante. ¡Ay, señor!, no había contado con los perros de mi carcelero. Estos enemigos del hombre rondaban a todas horas alrededor del campamento, y uno de ellos me había olido. El furor y el odio que me inspiró su encuentro no puede describirse: no se detesta hasta este punto a un ser irracional. Hubiese preferido encontrarme cara a cara con un lobo, un tigre o un oso blanco, nobles fieras que me hubieran comido sin decir una palabra; pero que no me hubiesen denunciado. Los animales feroces salen de caza para sí mismos; pero ¿qué pensar de este horrible perro, que iba a devorarme ruidosamente para adular a Hadgi Stavros?