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desandar lo andado, a través de dificultades increíbles. La esperanza me abandonó a menudo, pero no la voluntad. En una sombra me pareció ver un saliente y perdi pie, cayendo de quince o veinte pies de altura, apretando mis manos y todo mi cuerpo al costado de la montaña, sin encontrar dónde agarrarme. Una raiz de higuera me prendió por la manga de mi gabán: aqui tiene usted las señales. Un poco más allá, un pájaro, escondido en un agujero, surgió tan bruscamente por entre mis piernas, que por poco si el miedo no me hace caer de espaldas. Andaba con los pies y con las manos, sobre todo con las manos. Tenia los brazos deshechos, y sentia temblar todos los tendones como las cuerdas de un arpa. Mis uñas estaban tan cruelmente doloridas, que ya no las sentia. Acaso hubiese tenido más fuerza, de haber podido medir el camino que me quedaba; pero en cuanto volvia la cabeza se apoderaba de mi el vértigo y me sentia arrastrado a la inercia. Para sostener mi valor, me exhortaba a mí mismo, me hablaba alto con los dientes apretados. Me decia:

«¡Un paso más por mi padre! ¡Un paso más por Mary—Ann! ¡Un paso más para confusión de los bandidos y la rabia de Hadgi—Stavros.» Al fin, mis pies se apoyaron en una plataforma más amplia. Me pareció que el suelo había cambiado de color. Plegué las piernas, me senté y volvi tímidamente la cabeza. No estaba más que a diez pasos del arroyo: habia alcanzado las rocas rojas.

Una superficie plana, con pequeños agujeros donde el agua se conservaba todavía, me permitió tomar