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destinada a mis preparaciones zoológicas. Me servia de ella para disecar los pájaros; pero ninguna ley me prohibía deslizar algunos gramos en la envoltura de un perro. Mi interlocutor, lleno de apetito, no deseaba otra cosa que proseguir su comida. «¡Espera—le dije—, voy a servirte un plato a mi gusto!...» El paquete contenía unos treinta y cinco gramos de un bonito polvo blanco y brillante. Verti cinco o seis en un pequeño depósito de agua clara, y coloqué el resto en mi bolsillo. Deslei cuidadosamente la parte del animal; esperé que el ácido arsenioso estuviese bien disuelto; introduje en la solución un pedazo de pan, que la absorbió toda como si fuese una esponja. El perro se lanzó con buen apetito y se tragó su muerte de un bocado.

Pero ¿por qué no me habia yo provisto de un poco de estricnina o de cualquier otro buen veneno más fulminante que el arsénico?

Eran más de las tres, y los ensayos de mi invención se hicieron esperar cruelmente. Hacia la media, el perro se puso a aullar con todas sus fuerzas. Yo no iba ganando mucho con ello: ladridos y aullidos, gritos de furor o gritos de angustia, iban todos al mismo punto; es decir, a los oídos de Hadgi Stavros.

Pronto el animal se retorció en convulsiones horribles; echaba espuma por la boca; tenia náuseas, y hacia esfuerzos violentos para expulsar el veneno que le devoraba. Era un espectáculo muy grato para mi; yo saboreaba golosamente el placer de los dioses; pero sólo la muerte del enemigo podia salvarme, y la muerte pårecia hacerse rogar. Espe-