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raba que, vencido por el dolor, acabaria por dejarme pasar; pero se encarnizaba contra mi, y me enseñaba su boca, babosa y sanguinolenta, como para reprocharme mis presentes y decirme que no moriría sin venganza. Le lancé mi pañuelo de bolsillo, y lo desgarró tan vigorosamente como mi sombrero.

El cielo comenzaba a aclararse, y yo sospechaba que había cometido un asesinato inútil. Una hora más, y los bandidos estarian encima de mi. Levanté la cabeza hacia el cuarto maldito que habia abandonado sin pensamiento de volver, y al cual el poder de un perro iba a volverme. Una catarata formidable me arrojó de ices contra el suelo.

Terrones de césped, guijarros, fragmentos de roca, rodaron en torno mío con un torrente de agua glacial. El dique se habia roto, y el lago entero se vaciaba sobre mi cabeza. Un temblor se apoderó de mí: cada ola se llevaba ai pasar algunos grados de mi calor animal, y mi sangre se iba poniendo tan fria como la sangre de un pez. Echo una mirada so bre el perro: continuaba al pie de mi roca luchando contra la muerte, contra la corriente, contra todo, con la boca abierta y los ojos fijos en mi. Era preciso acabar de una vez. Desaté mi caja, la cogi por las dos correas y golpeé con tal furor aquella repugnante cabeza, que el enemigo me abandonó el campo de batalla. El torrente le cogió de lado, le hizo dar dos o tres vueltas sobre sí mismo, y le arrastro no sé adónde.

Salto entonces al agua: me llegaba hasta medio cuerpo; me agarro a las rocas de la orilla; salgo de