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círculo con tal viveza, que estuve a punto de poner el pie encima de mi victima; me eché atrás vivamente.

— ¡Mire!—me gritó con voz de trueno—; ¡mire lo que ha hecho! ¡Alégrese usted de su obra! ¡Hártese usted de contemplar su crimen! ¡Desgraciado! ¿Pero adónde va ir usted a parar? ¿Quién me hubiese dicho el día en que le recibi que abria mis puertas a un asesino?

Balbuci algunas excusas; intenté demostrar al juez que sólo era culpable de mi imprudencia. Me acusé sinceramente de haber embriagado a mi guardián para escapar a su vigilancia y poder huir sin obstáculo de mi prisión; pero me defendi del crimen de asesinato. ¿Era culpa mia si la crecida de las aguas lo había ahogado una hora después de mi partida? La prueba de no haberle querido hacer ningún daño es que no le había dado ni una sola puñalada cuando estaba borracho perdido, y sus armas se hallaban entre mis manos. Podían lavar su cuerpo y convencerse de que estaba sin heridas.

—¡Al menos—replicó el Rey—, confiese que su imprudencia es muy egoista y culpable! Nadie amenazaba la vida de usted; no se le retenia aquí más que por una suma de dinero, y se ha fugado usted por avaricia; ha pensado usted economizarse 'algunos escudos, ¡y no se ha ocupado de este pobre miserable, a quien dejaba morirse detrás de usted! ¡No se ha preocupado usted de mi, a quien privaba de un auxiliar indispensable! ¿Y qué dia ha escogido usted para traicionarnos? ¡El dia en que todas las desgra-