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mano tan gallardamente como el más sano de estos señores.

Para dar gusto al miserable, me ataron los brazos. Hizo que lo volvieran hacia mí, y comenzó a arrancarme los cabellos, uno a uno, con la paciencia y la regularidad de una depiladora de profesión.

Cuando vi a qué se reducia este nuevo suplicio, crei que el herido, apiadado de mi miseria y enternecido por sus propios sufrimientos, había querido sustraerme a sus compañeros y concederme una hora de respiro. La extracción de un cabello no es tan dolorosa, ni mucho menos, como la picadura de un alfiler. Los veinte primeros se marcharon uno tras otro sin que yo sintiese mucha pena, y les deseé cordialmente buen viaje Pero pronto fué preciso cambiar de nota. El cuero cabelludo, irritado por una multitud de lesiones imperceptibles, se inflamó. Una picazón sorda, después un poco más viva, por último intolerable, me corrió a lo largo de la cabeza. Quise llevarme a ella las manos; comprendi con qué intención me las había hecho atar el infame. La impaciencia acrecentó el daño; toda mi sangre afluyó a la cabeza. Cada vez que la mano de Sófocles se acercaba a mi cabellera, un estremecimiento doloroso se extendia por todo mi cuerpo. Mil picazones inexplicables me atormentaban los brazos y las piernas. El sistema nervioso, exasperado por todos los puntos, me envolvía en una red más dolorosa que la túnica de Deyanira. Me revolcaba en tierra, gritaba, pedía perdón, echaba de menos los palos sobre la planta de los pies. El verdugo tuvo