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Me dejó delante del fuego, recomendåndome a una docena de bandidos, que comian pan moreno con aceitunas amargas. Estos espartanos me hicieron compañia durante una hora o dos. Atizaban el fuego con tanta atención como si estuviesen cuidando a un enfermo. Si alguna vez procuraba yo arrastrarme un poco más lejcs de mi suplicio, gritaban:

—¡Ten cuidado; vas a resfriarte!

Y me empujaban hacia la llama, dándome fuertes golpes con palos encendidos. Mi espalda estaba cubierta de manchas rojas; mi piel se levantaba en ampollas abrasadoras; mis pestañas se encrespaban con el calor del fuego, y mis cabellos exhalaban un olor de cuerno quemado que apestaba; y, sin embargo, me frotaba las manos, al pensar que el rey comería mi guiso, y que en el Parnés ocurriría algo nuevo antes de que terminase el dia.

Pronto los convidados de Hadgi—Stavros volvieron a aparecer en el campo con el estómago lleno, la mirada viva y el rostro animado. «¡Alegraos ahora — pensaba yo—; vuestro gozo y vuestra salud caerán como una careta y maldeciréis sinceramente cada bocado del festin que os he sazonado!» La célebre Locusta ha debido pasar en su vida muy buenos cuartos de hora. Cuando se tiene alguna razón para odiar a los hombres, es bastante agradable ver a una criatura vigorosa que va, viene, ríe, canta, llevando en el tubo intestinal una semilla de muerte que debe crecer y devorarla. Es, poco más o menos, el mismo placer que experimenta un buen doctor a la vista de un moribundo cuando sabe cómo lo