Página:El rey de las montañas (1919).pdf/229

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
225
 

estomago se colocó entre mis verdugos, y conté con un enemigo más. Mustakas me ponía la sartén muy cerca; hacía lucir a mi vista el color apetitoso de la carne; removía bajo mis narices los perfumes incitantes del cordero asado. De repente se dió cuenta de que se le habia olvidado sazonarlo, y corrió en busca de sal y pimienta, dejando la sartén a mi buena voluntad. La primera idea que se me ocurrió fué sustraer algún pedazo de carne; pero los bandidos no estaban a más de diez pasos y me hubieran detenido a tiempo. «¡Si al menos — pensé para mi — tuviese todavía mi paquete de arsénico!» ¿Qué se habia hecho de él? No lo habia vuelto a poner en mi caja. Hundi mi mano en mis dos bolsillos, y saqué un papel sucio y un puñado de aquel polvo bienhechor, que debía salvarme acaso o, por lo menos, vengarme.

Mastakas volvió en el momento en que yo tenia la mano abierta encima de la sartén. Me cogió por el brazo, me clavó una mirada hasta el fondo de los ojos y me dijo con voz amenazadora:

— Sé lo que has hecho.

Mi brazo cayó desmadejado. El cocinero prosiguió:

Si; has echado algo en la comida del Rey.

— ¿Qué?

— Un conjuro. Pero no importa. Pobre señor, Hadgi—Stavros es mucho más brujo que tú. Voy a servirle su comida. Yo tendré mi parte, y tú no lo catarás.

—Buen provecho te haga.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 15