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que sabía conducirles, a ese hablador jactancioso cuya nulidad les repugnaba. Presentian, además, que al rey no le quedaba mucho tiempo de vida y que elegiría su sucesor entre los fieles que quedasen en torno suyo, y esto no era cosa indiferente. Podía tenerse por seguro que quienes prestaban el dinero preferirian ratificar la designación de Hadgi—Stavros que una elección revolucionaria. Ocho o diez voces se elevaron en favor nuestro. Nuestro, porque ambos no éramos más que uno. Yo me agarraba al Rey de las montañas y éste me habia echado el brazo al rededor del cuello. Tamburis y los suyos se pusieron de acuerdo en cuatro palabras: se improvisó un plan de defensa; tres hombres aprovecharon la confusión para correr con Dimitri al arsenal de la par tida, aprovisionarse de armas y cartuchos y dejar al través del camino un largo reguero de pólvora. En seguida volvieron discretamente a mezclarse con la multitud. Los dos partidos se iban dibujando de minuto en minuto; las injurias volaban de un grupo al otro. Nuestros defensores, adosados al cuarto de Mary Ann, guardaban la escalera, nos formaban una muralla con sus cuerpos y arrojaban al enemigo dentro del gabinete del Rey. En lo más fuerte del forcejeo, sono un pistoletazo. Una cinta corrió por el polvo y se oyó saltar las rocas con un estruendo espantoso. Colzida y los suyos, sorprendidos por la detonación, corrieron en masa al arsenal. Tamburis no pierde un minuto: coge a gi—Stavros, baja la escalera en dos zancadas, le deposita en lugar se guro, vuelve a mi, me levanta y me echa a los pies