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recían en buen estado, sin una herida, pero hambrientos como lobos en diciembre. Por mi parte, yo estaba en ayunas desde hacia veinticuatro horas, y mi estómago protestaba enérgicamente. El enemigo, para insultarnos, se pasó la noche comiendo y bebiendo sobre nuestras cabezas y nos arrojaba huesos de carnero y pellejos vacios. Los nuestros respondian con algunos tiros hacia el sitio de donde venian las voces. Escuchábamos distintamente los gritos de alegría y los gritos de muerte. Colzida estaba borracho; los heridos y los enfermos gemian juntos. Mustakas no grito mucho tiempo. El tumulto me mantuvo despierto durante toda la noche junto al viejo Rey. ¡Ah!, caballero, ¡qué largas parecen las noches a quien no está seguro del día siguiente!

La mañana del martes fué sombria y lluviosa. Al salir el sol se obscureció el cielo, y una lluvia grisácea cayó con imparcialidad sobre nuestros amigos y nuestros enemigos. Pero si nosotros estábamos lo bastante despiertos para preservar nuestras armas y nuestros cartuchos, el ejército del general Colzida no habia tomado las mismas precauciones. El primer encuentro nos fué completamente favorable. El enemigo se escondia mal y tiraba con una mano insegura por la borrachera. La partida me pareció tan buena, que cogi un fusil como los otros. Lo que sucedió se lo escribiré a usted dentro de algunos años si obtengo el título de médico. Ya le he confesado bastantes muertes para un hombre que no tiene el oficio de matar. Hadgi Stavros quiso servir mi ejemplo, pero sus manos se negaban a servirle; tenia las