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extremidades hinchadas y doloridas, y yo, con mi franqueza ordinaria, le confesé que esta incapacidad para el trabajo le duraria acaso tanto como la vida.

Hacia las nueve, el enemigo, que parecia muy atento a responderuos, nos volvió bruscamente la espalda. Oi un tiroteo desenfrenado, que no se dirigia a nosotros, y deduci que el amigo Colzida se había dejado sorprender por detrás. ¿Quién era el aliado desconocido que tan buen servicio nos prestaba? ¿Era prudente irse a reunir con él y derribar muestras barricadas? Esto era lo que yo deseaba:

pero el Rey temia que fuese la tropa, y Tamburis se mordia el bigote. Todas nuestras dudas se vieron disipadas pronto. Una voz que no me era desconocida grito: ¡All right!, y tres jóvenes, armados hasta los dientes, se lanzaron como tigres, franquearon la barricada, y cayeron en medio de nosotros, Harris y Lobster tenían en cada mano un revólver de seis tiros. Giacomo blandia un fusil de munición, con la culata en alto, como una maza: asi comprende el uso de las armas de fuego.

La caida del rayo en el cuarto, hubiese producido un efecto menos mágico que la entrada de estes hombres, que distribuian balas a granel, y parecian ofrecer la muerte a manos llenas. Mis tres comensales, ebrios de ruido, de agitación y de victoria, no se dieron cuenta ni de Hadgi Stavros ni de mi: sólo vieron hombres que matar, y Dios sabe bien si se dieron prisa en la tarea. Nuestros pobres defensores, asombrados, confundidos, quedaron fuera de com-